Por: Lali Cambra
Sudáfrica es uno de los países más desiguales del mundo, ya se ha dicho. Así, no es de extrañar la disparidad obscena de las imágenes de los últimos tiempos: vemos los hoteles lujosos donde se alojan las selecciones de fútbol (la francesa, criticada en su país por el gasto en el que van a incurrir) y los estadios de nueva construcción y vemos protestas en los townships (arrabales, asentamientos, guetos), por falta de servicios básicos, letrinas, agua, electricidad, por la corrupción en los ayuntamientos.
Las protestas no son nuevas, ni de los últimos días. De hecho, durante todo el año una oleada de manifestaciones, en las que la policía se ha empleado a fondo, ha recorrido provincias como Gauteng (muy poblada, no en vano es el eje económico del país, con Johannesburgo y Pretoria en su centro), Mpumalanga o Limpopo, en el norte, de las más pobres. Las imágenes de Greg Marinovich hablan solas sobre la revuelta en febrero en Sharpeville (de terrible recuerdo, donde en marzo de 1960, 69 manifestantes fueron asesinados a balazos por la policía del apartheid). Las últimas protestas, en Ciudad del Cabo, la semana pasada, atizadas por la diferencia política entre el gobierno provincial, del opositor Democratic Alliance, y el nacional, el Congreso Nacional Africano.
Sudáfrica crece en población y se urbaniza y y en eso no es diferente de otros países en vías de desarrollo. Gente que llega a las ciudades por decenas de miles cada año, huyendo de la pobreza y falta de trabajo en las áreas rurales (o buscando estar cerca de hospitales, escuelas mejores y oportunidades) y se asientan en barrios de chabolas en la periferia de las urbes. Un dolor de cabeza para los gobiernos, sobre todo teniendo en cuenta que el ejecutivo central ha prometido construir casas para todo el mundo.
En 1995, llegada la democracia, se calculaba que faltaban dos millones de viviendas para acabar con las chabolas. Quince años después, y pese a que el gobierno ha construído más de un millón y medio, siguen faltando dos millones para albergar a unos doce millones de sudafricanos (de una población total de casi 50). Mientras, las chabolas crecen. Los municipios deben proveer de servicios básicos, pero éstos en muchos casos o no llegan, o lo hacen tarde, o son insuficientes.
En Ciudad del Cabo, la semana pasada, las protestas fueron por falta de letrinas en un barrio del gueto de Khayelitsha. O mejor dicho, por su colocación al aire libre. De acuerdo con el municipio, iban a instalar un inodoro, con su habitáculo, para cada cinco familias. La gente demandó uno por familia y el consistorio accedió, aunque por falta de presupuesto, lo condicionó a que la comunidad se hiciera responsable de cubrirlos. La gran mayoría lo hicieron, paredes y techo de chapa. Pero no todos. La imagen de un hombre o una mujer, -difícil saberlo-, sentado en el inodoro en plena calle, cubierto con una manta de los pies a la cabeza para obtener cierta privacidad, salió en todos los medios locales y en alguno internacional. Y aquí se puso en marcha la Liga Joven del Congreso Nacional Africano (ANC), que en protesta por la indignidad hizo un llamamiento a vandalizar los servicios. Y eso hicieron, la semana pasada. Destruyeron los que estaban al aire libre y los que no.
Otros barrios se les unieron: en protesta porque no hay calles, porque las chabolas se amontonan de tal forma que ni ambulancias ni bomberos pueden abrirse paso (en un incendio se queman fácil decenas de chabolas antes de que se pueda apagar el fuego), en protesta por letrinas que no funcionan, grifos comunitarios (la única manera de obtener agua) rotos, en protesta por falta de electricidad, en protesta por el desempleo, la falta de transporte, la ausencia de oportunidades. Más ahora cuando la recesión económica global ha dejado a cerca de un millón de sudafricanos en el paro.
En Khayelitsha la protesta fue generada e instrumentalizada por intereses políticos. Murió en pocos días, es de suponer porque el ANC en el gobierno central le paró los pies a la Liga Joven, el Mundial demasiado cerca como para ofrecer imágenes frescas de la policía tomando los townships, de la basura tirada en las calles como protesta, de neumáticos ardiendo. Una protesta instrumentalizada, sí, que no deja de ser una muestra de la frustración de buena parte de la población. Que podrá, eso sí, seguir el Mundial desde una pantalla gigante instalada en el polideportivo. Circo, pero no pan, para muchos.
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