30 julio, 2010

BODA EN LA MANSION DE LOS ASTOR....

Chelsea Clinton y su prometido Marc Mezvinsky, durante un acto en la Universidad de Columbia el pasado mes de mayo.- GTRESONLINE
Uno de los hoteles de Rhinebeck, lleno por la boda de la hija de los Clinton.- REUTERS

Chelsea Clinton se casa el sábado en Rhinebeck, un pueblecito del Estado de Nueva York
GUILLERMO FESSER 28/07/2010
Desde hace un mes la prensa norteamericana ha volcado toda su atención en un punto minúsculo del mapa. Se llama Rhinebeck y es el pueblecito del estado de Nueva York, situado a cien millas de Manhattan, en el que yo a diario echo de menos las galletas Chiquilín y los mejillones Cuca. A diario, televisiones, prensa, blogs y radio se preguntan qué tendrá este lugar perdido en medio de un bosque, (una villa parecida a la de la maqueta del Ibertrén que nos traían en Navidad los Reyes Magos), para que los Clinton la hayan elegido como lugar de celebración de la boda de su hija. ¡Cómo si no hubiese sitios para escoger en todo Estados Unidos! Pues hale: han tenido que pillar este rincón oculto del paraíso y pillar a los cronistas sociales con el paso cambiado.
Aquí estamos a punto de vivir lo más parecido a un enlace real que puede producirse a este lado del Atlántico. Se casa Chelsea Clinton y lo hace, faltaría más, en una gran mansión. En una de las muchas que se levantan en la orilla este del Hudson. El mismo río que desemboca junto a la Estatua de la Libertad, pero un poco más al norte. En el valle donde la mansiones recuerdan todavía la época en que los multibillonarios como Vanderbilt (gracias al acero y al ferrocarril) no pagaban impuestos y podían permitirse una casa de cinco plantas en la Quinta Avenida de Manhattan; una casona de verano en la playa de los Hamptons, pueblos costeros de la isla de Long Island; y una mansión en el campo que utilizaban apenas unos días en otoño para observar el cambio de color de las hojas de roble, arce y castaño.Mansiones que en algunos casos han pasado de generación en generación a través de la misma familia y a cuyos herederos actuales les resulta muy difícil poder mantener. Es el caso del dueño de Rokeby, el polifacético Ricky Aldrich, que alquila los graneros de la propiedad y las casas de servicio adyacentes a los estudiantes de la vecina universidad de Bard College para poder pagarle al fisco los 200.000 dólares que se le van anualmente en el impuesto de bienes inmuebles.
Refugio de estrellas
La mayoría de las mansiones, sin embargo, conservan aún su original esplendor. Unas, gracias a que estrellas del cine, la música o el arte, como Robert De Niro o la fotógrafa Annie Leibovitz, han encontrado en ellas tranquilidad y refugio sin renunciar a un estilo lujoso de vida. Otras, porque los especuladores de Wall Street, esos que firmaron contratos con licencia para arruinar a media humanidad y clausulas que imposibilitaban su propia ruina; después de mandar al paro a tres millones y medio de almas en Estados Unidos, aún pueden permitirse el lujo de mantener sus casitas de fin de semana. Y el resto, como es el caso de Edgewater, la maravilla arquitectónica en la que Gore Vidal perfiló el guión de Ben Hur, pertenecen ahora a mecenas privados, al Estado de Nueva York o a fundaciones que las han ido adquiriendo con la única intención de preservarlas.
La mansión donde se casa la princesa Chelsea está habitada. Vive un matrimonio muy agradable, Kathy y Arthur, que la compraron bastante deteriorada en 2005 por algo más de 3 millones de dólares y han dedicado estos cinco años a restaurarla. Está a la venta por 12 millones desde hace meses pero no encuentran comprador. ¿Demasiado cara? No es eso. 12 millones por esta joya no es nada si se compara con lo que pagaron hace un par de años una pareja australiana de recién casados por otra construcción similar: Callendar House. Qué va. ¿Quieren saber el motivo?: no tiene espacio para aparcar coches. Como lo oyen. La antigua residencia de Jacob Astor, diseñada en 1902 por el famoso arquitecto Stanford White (el personaje al que le pegaban un tiro por adúltero en la película Rag Time), está construida sobre una pequeña colina desde la que se observa una vista magnífica del río Hudson y de la sierra de Catskill. Y, a esa altura, la edificación no tiene mucho terreno a su alrededor. Lo justo para aparcar dos o tres coches. A lo sumo cuatro. No más.
Desde la carretera comarcal se accede a la casa a través de un camino estrecho y serpenteante, bordeado de arces azucareros y acacias centenarias, que en su ascenso forma a ambos lados terraplenes que lo separan de los cientos de hectáreas de praderas y bosque que componen el resto de la finca. O sea, que los invitados a la boda tendrán que aparcar a la entrada y recorrer en un carrito de golf el kilómetro generoso que distancia la carretera de la casa. Un engorro que quienes están dispuestos a invertir una fortuna en una mansión histórica en el valle del Hudson no quieren asumir. Una casa de este tipo se la compra uno para montar fiestas y recepciones y, lo mínimo que pide, es que sus invitados puedan llegar a ella sin problemas. Sin embargo, para el FBI estas condiciones suponen un sueño pocas veces alcanzable. Lo mejor para poder garantizar la seguridad en una fiesta en la que se va a congregar lo más sonado de la vida política y social norteamericana.
Una mansión segura
La casa, además, no puede resultar más óptima a la hora de planear su vigilancia. El ala este de la finca limita con el río Hudson. Un río de ida y vuelta. Un auténtico estuario de aguas dulces y saladas que alcanza los tres kilómetros de orilla a orilla y que se eleva dos metros y medio con las mareas. Con lo cual, si algún malevo intentara cruzarlo con perversas intenciones, las fuerzas de seguridad le pillarían una hora antes de que alcanzase su objetivo. El oeste de la mansión Astor lo bordea una carretera prácticamente sin coches: Riverside Road. La policía federal va a poder cortarla sin problemas y desviar el escaso tráfico a la vecina Route 9G. Y al norte y sur de la casa se abren enormes extensiones de pasto, rodeadas en las lindes por amplios bosques, donde los numerosos guardaespaldas resaltarán sobre el terreno como tachuelas en una máquina de pinball. Los privilegiados vecinos tampoco van a ser un problema e, incluso, algunos de ellos, como la cantante de Diez Mil Maniacos, Natalie Merchant, puede que estén invitados a la ceremonia.
El enclave natural facilita entender la elección del lugar pero, aún resulta legítimo plantearse cómo es posible que a un arquitecto de la talla de Standford White se le pasase por alto el detalle del aparcamiento. La respuesta tiene truco. La mansión de los Astor en la que se casarán Chelsea Clinton y Marc Mezvinsky no es en realidad la mansión de los Astor. La casa original, construida en medio de la gran pradera, desapareció hace años en un devastador incendio. La madera es lo que tiene. Lo que queda es el casino; la casa de juegos que construyeron en la loma para entretener a las visitas. Una edificación blanca de estilo neoclásico con grandes columnas en la puerta principal. Un palacio. Un recinto tan amplio que incluye en su interior una pista de tenis de tierra batida techada con un forjado modernista de cristal y hierro. Una mansión tan amplia que alberga una piscina cubierta de dimensiones oficiales, con suelos de mármol y ventanales que dan a la inmensidad del río que descubriera para Holanda el inglés Henry Hudson. Una pasada. No he visto jamás nada que se le parezca si descontamos el castillo de Hearst en California.
El resto de las habitaciones estaban originalmente habilitadas para las mesas de billar y para los tapetes de las apuestas, pero el matrimonio Seelbinder, Kathy y Arthur, han convertido el casino en un verdadero hogar. Hoy la mansión de la boda cuenta con varios dormitorios, un despacho biblioteca con una chimenea de esas en las que te puedes meter dentro, un baño de esos en los que cuando silbas escuchas tu propio eco y la bañera tiene patas, un comedor con mesa larga para que cenen sin apreturas cincuenta comensales y varios salones lujosos con molduras y lámparas de araña.
Lista de invitados
La Secretaria de Estado norteamericana conoció el lugar cuando en ella le hicieron los ricos demócratas una fiesta para recaudar fondos para su campaña electoral. Y debió de quedarse entonces con la copla. No me extraña. La belleza del lugar es para quitarle el hipo a cualquiera. Así que Hillary ha debido de pedirles un último favorcito a sus propietarios. De lo que no estoy seguro, porque todo el asunto se lleva bajo secreto de estado, es de sí el matrimonio tiene derecho, por la cesión de la casa, a disfrutar del convite junto a Steven Spielberg y Barbra Streisand; o si, por el contrario, se quedará fuera de la lista de 400 invitados. Le ha ocurrido a un amigo personal de Bill Clinton que se queja amargamente de haber sido considerado un buen amigo por el ex presidente cuando le pidió prestado en numerosas ocasiones su jet privado, con piloto y combustible incluido, pero no lo suficientemente amigo ahora como para recibir una invitación a la boda en el buzón de casa.
Asuntos terribles para gente con preocupaciones ajenas a las que tenemos el resto de los mortales que, en el bello pueblecito neoyorquino de Rhinebeck, escuchamos con curiosidad los cotilleos. Mientras, sobrevuelan las casitas victorianas los helicópteros, las cámaras de televisión enfocan a los paseantes sospechosos de ser alguien y, misteriosamente, cierran temporalmente hoteles enteros, como el Belvedere, o no admiten reservas estos días en restaurantes en los que no resultaba difícil hasta ayer encontrar mesa.

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