Algunos vecinos impiden el paso al vehículo que recoge los cadáveres de las víctimas del cólera por miedo al contagio - Ya han muerto 1.250 personas
MAYE PRIMERA (ENVIADA ESPECIAL) - Puerto Príncipe - 23/11/2010
El cólera les ha robado el rostro y los funerales a Choupette, a Delma, a Premis, a Jenifer, a Amila. Cada cual es ahora un bulto que viaja apilado en la cabina de un camión. Un bulto de plástico, bañado en cloro, que silba al deslizarse sobre la tierra roja recién cavada. Que suena como un golpe seco al caer en el fondo de la fosa común.
"La bacteria ha ido al país donde más daño podía hacer"
Los cuerpos sin vida se envuelven en un plástico bañado con cloro
Es de noche y el día ha sido largo. Rusford empuja los cuerpos desde el interior de la cabina y Wilfred, con el mismo impulso, los arroja al vacío. Los más livianos vuelan. Los adultos le dan más trabajo. Así van cayendo uno, tres, 10 cadáveres. El sábado por la tarde han traído otros 36 que están allí, en la fosa de al lado. Todos han muerto en Puerto Príncipe durante los últimos cuatro días: en el barrio de Cité Soleil, en Martissant, en Carrefour. El último balance del Ministerio de Salud y Población dice que en la capital han sido 64 los decesos por causa de la epidemia de cólera, y que en total han muerto en todo el país 1.250 personas. Rusford Saint Loui y su equipo de la dirección sanitaria del departamento de L'Ouest son los únicos encargados de recoger a los sujetos de esas estadísticas por toda la ciudad, para dejarlos en las fosas de Totayen, a una hora de Puerto Príncipe, por la carretera que conduce a Saint Marc.
El equipo de Rusford Saint Loui son otros tres hombres, que hace una semana fueron reclutados por el Gobierno y entrenados para la tarea. Querrían dedicarse otra cosa, pero ninguno había logrado conseguir empleo antes. Ellos solos no pueden con tanto trabajo. Por eso su caravana es también como la muerte: no se sabe cuándo llegará a por cada víctima. A veces lo hace 12 horas después del fallecimiento, a veces dos días más tarde.
"René Préval [el presidente de Haití] me ha llamado personalmente, y me ha dicho que va a entregarme las llaves de 10 camiones más como estos para hacer la faena", dice Saint Loui, mientras abre los brazos para recibir un baño de agua clorada sobre el impermeable amarillo que lo cubre, luego de descargar los cuerpos.
Hasta que la promesa de Préval se cumpla, Saint Loui tendrá que seguir acoplando los cuerpos en la tap-tap número 218, la que cubre la ruta Petionville-Centro: una de esas furgonetas coloridas que sirven de transporte público en Puerto Príncipe.
Esta vez la tap-tap viaja acompañada de un convoy de apoyo: una ambulancia, que abre paso entre el tráfico, los peatones y las cabras, y una patrulla de la Policía Nacional de Haití, con cinco agentes armados con fusiles. El sábado la caravana fue recibida a pedradas en Martissant: la gente, enfurecida, no quería cuerpos infectados en su barrio. Por eso las autoridades enviaron un mensaje a la población explicando que el camión no representaba ningún peligro, que le permitieran entrar, que dejar los cadáveres más tiempo en sus casas podía resultar aún peor. Por eso el jefe del departamento les advirtió a los recogedores de cuerpos antes de la partida: "Ya lo saben: si los agreden, no respondan. Pidan más apoyo de la policía".
El primer cuerpo se llamaba Choupette. Tenía 39 años y estaba loca: folle à lier (loca de atar), según su familia. Tuvo dos hijas, una de 13 y otra de 16, a quienes se les oía llorar en la casa de al lado. "Ella no murió de cólera", dice su padre, Charles Dieusel, que esperaba a los recogedores de cuerpos en la puerta de casa, impecable, impasible, con su ropa de ir a misa los domingos, que es la misma con la que se asiste a los funerales. Choupette había ido la mañana anterior al hospital, allí recibió una inyección y, por la noche, comenzó a tener un poco de diarrea. "Ha muerto por una sobredosis", es la explicación que sus familiares les dan a los vecinos.
"Ellos no han muerto de cólera", es lo mismo que ha gritado un hombre a las puertas de un centro de tratamiento en la comuna de Carrefour, donde la caravana de Saint Loui recogió otros nueve cadáveres. El cólera está asociado a la falta de higiene, a la suciedad. Y ninguna familia, ni las que viven en los campamentos levantados tras el terremoto de enero, parece dispuesta a admitir que en casa hay problemas sanitarios. Nadie quiere ser señalado por haber llevado la peste al vecindario, aunque esté a la vista que la peste -en forma de aguas contaminadas, de letrinas malolientes- rodea al barrio entero.
"No quería que esto pasara, pero pasó", dice resignado el padre de Choupette, al despedir la caravana que se llevaba el cuerpo de su hija quién sabe adónde. El regreso de un mal que no habían padecido los haitianos en casi un siglo no es cosa de los hombres como él, sino cosa de Dios. "Dios nos envió el terremoto, nos envió las inundaciones, envió el cólera. Veamos qué será lo que nos enviará después", dijo el párroco que ofició la misa de domingo en las ruinas de la iglesia de Sacre Coeur de Turgau. Y los fieles, al oírlo, comenzaron a orar.
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